Hace unas semanas, en un paseo “montañero” por la Sierra de
Aralar, pude observar el acto más elemental y esencial de un ser vivo: Su
nacimiento.
Era un potrillo y ver algo tan básico y común para la
supervivencia de las especies llego a parecerme asombroso. Nunca lo había visto
en vivo y en directo y ese día me tocó. Ahí estaba yo, en un paraje tan
espectacular con esas colinas verdes llenas de pastos, a mil doscientos metros
de altura en la Sierra de Aralar. Yo, un grupo de yeguas en estado
semi-salvaje, una decena de buitres leonados apostados en unas rocas cercanas,
que esperaban pacientemente poderse dar un festín en caso de que la situación
se torciese y el viento, un viento que te recuerda que un lugar con tanta
belleza puede convertirse en algo muy duro si la Naturaleza se lo propone.
Sentado a escasos tres metros de la yegua observé, ella con
recelo quería alejarse de mí, pero el cansancio y la llegada inminente de su
potrillo la obligaron a confiarse. Fueron cuarenta y cinco minutos de lucha de
la madre y del potrillo, de espera para las otras yeguas y sus potros que no
dejaban de observarnos, sabiendo lo que iba a acontecer. Cuarenta y cinco
minutos en los que me sentí “primitivo”, natural, sin contaminar con tanto
avance tecnológico y tanta evolución técnica. Estaba formando parte de una
escena que se ha venido repitiendo desde el origen de la vida y me di cuenta de
que la estaba destrozando, de que no encajaba, de que parecía un astronauta en
el Pleistoceno. Una cosa es lo que se siente y otra lo que se es. Me miré y vi
mi sofisticada cámara fotográfica, mi GPS enganchado a la hombrera de la
mochila, el reloj suizo en la muñeca izquierda y la pulsera de actividad indicándome
mis constantes, en la muñeca derecha. Me miré y vi mi ropa técnica y mi bastón nórdico
de aleación de aluminio de última generación. Me miré, me levanté y me fui.
Al menos durante cuarenta y cinco minutos me sentí “libre”.